Adriana baldea la vereda de Estado de Israel al 500 y la barre como cualquier día. La radio acompaña de fondo. Nadie la escucha pero está, tapa el silencio. Las rejas, finitas y altas, cubren todo el frente de su casa y el de casi todas las demás de la cuadra. No ahora: están abiertas y parece no haber peligro. Hay sol tibio, bicicletas y algunas motos que van y vienen con los frenos gastados. También hay ladridos; todos tienen nombre, no hace falta chapita para reconocerlos. Echarse a dormir una siesta en la esquina del almacén es el plan ideal. Los de cuatro patas pueden; los de dos andan ocupados: hoy toca La Renga en Rosario y hay movida para la previa.
En la ciudad más fanática y polarizada por el fútbol de la Argentina no es fácil darse cuenta si el barrio de La Bajada es “leproso” o “canalla”. La Bajada es, antetodo, “messista”. Los murales en el potrero de la esquina, hoy reconvertido en espacio cultural, no son una obra de adoración amateur. Sobran oficio y dedicación. “De otra galaxia… ¡y de mi barrio”, se jacta la pintada.
Para ellos, Messi habrá crecido en Cataluña y vivirá en Castelldefels, pero siempre será de La Bajada.
Pasa uno de campera roja y negra y, al minuto, cruza otro con pantalón azul y amarillo. En la esquina, un graffiti contundente: “Rosario Central”. En los postes de luz predomina el auriazul por sobre el rojinegro; también se ven algunos albicelestes. El número 10 da una señal. “Cualquiera hubiera pensado que el barrio de Leo era más de Newell’s que de Central, pero se ve de todo…, ¿no?”
-Acá convivimos todos en paz, je- coinciden Walter y Diego, vecinos y amigos de la infancia del rosarino más celébre de todos.
Diego anda de acá para allá, esquivando las preguntas y la nostalgia. Es Walter quien lo termina convenciendo de revivir con Goal, por un ratito, cómo eran esos años de trepar árboles, caminar cinco cuadras hasta la escuela Las Heras y jugar en improvisadas “canchitas” de tierra. “¿Qué compartimos con Leo? Esta calle, entera. Todo. Mucho fútbol, amigos. Ya pintaba que iba a ser un muy buen jugador, ¡yo era un perro! Él (por Diego) jugaba bien”, admite Walter.
Las baldosas de Adriana ya se secaron. El poco sol que queda pega contra la casa de enfrente, recientemente ampliada con la construcción de dos cocheras que llegan casi hasta la otra esquina. Puertas cerradas, persianas bajas, alarma y rejas, claro. “A veces vienen los hermanos. Él ya casi no aparece por acá. Igual lo sigo siempre, miro todos los partidos de Barcelona”.