Nadie le tenía fe a Francia en 1998: la ausencia de grandes jugadores de origen francés, un técnico poco conocido y el fracaso en las últimas dos clasificaciones eran algunas de las cruces con la que cargaban los galos. Les Bleus venían de quedar afuera de Italia ’90 y Estados Unidos ’94 y debían afrontar la Copa del Mundo en su casa, ante su gente, sin haber disputado las Eliminatorias de la UEFA y con figuras -muchas de ellas jóvenes- que todavía no eran lo que terminaron siendo.
Dentro de toda aquella incertidumbre también entraba Zinedine Zidane: el ’10’ venía de tener dos excelentes temporadas en Juventus, pero dos derrotas consecutivas en las finales de la Champions League del ’97 y el ’98 -ante Borussia Dortmund y ante Real Madrid- ponían en duda su capacidad de liderazgo. Dudas que se confirmaron cuando, en el segundo partido de la fase de grupos, pisó a Fuad Amin, defensor de Arabia Saudita, y se fue expulsado, perdiéndose los choques ante Dinamarca, el último de la zona, y ante Paraguay, el de octavos.
Así, llegaba al último encuentro con la convicción de remediar la situación. Enfrente estaba el Brasil de Ronaldo, Rivaldo, Bebeto, Roberto Carlos, Cafú, Dunga… El candidato. El que nunca había perdido una final. Y esa noche, en el Stade de France, Zizou mostró todo su repertorio: tocó 62 veces la pelota, dos de ellas adentro del área, convirtió dos goles -de cabeza, una faceta que nunca fue su fuerte-, generó tres chances y tuvo 75% de eficacia en los 37 pases que completó.
“Mi vida cambió con aquel partido. Me convertí en el jugador que cambió la historia del fútbol francés”, reconoció hace poco. Fue el punto de partida para una carrera brillante que se terminó en otra final, ocho años más tarde. Pero esa es otra historia…